Tuesday, August 30, 2011

Para la Libertad


Por Juan Carlos Dumas, Ph.D.*


Para la libertad sangro, lucho, pervivo
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
Como un árbol carnal, generoso y cautivo,
Doy a los cirujanos.
                              Miguel Hernández

Le debo una respuesta a dos buenos amigos. Uno me sugiere que escriba algo acerca de la
libertad, sus mitos e implicaciones, motivado por su reciente visión de esa afamada estatua
que, regalo de la Francia, levanta su antorcha libertaria sobre el Hudson invitando a los
sumergidos y sufrientes del mundo a venir a los Estados Unidos, o al menos eso proclamaba
en décadas menos egoístas y perversas. Otra amiga me pregunta dónde está la justicia si
personajes nefastos de nuestra historia reciente disfrutan de sus dineros mal habidos
rascándose la panza al sol sin una señal siquiera de culpa o de dolor y sin ningún esfuerzo
público por pedirles cuentas por sus acciones. Probablemente no le satisfizo la idea que
muchos de estos “importantes” individuos de la política, la banca y el comercio son, en realidad, psicópatas, y por ello incapaces de sentir empatía, vergüenza o arrepentimiento. Tampoco le sirvió el concepto, en su hambre justiciera, de que quienes se desesperan por el poder terminan perdiendo su salud física, mental o ambas, sin hablar del enorme daño moral y espiritual que se autogeneran. Claro, muchas alimañas viven lo que les marca la Naturaleza sin castigo humano o celestial alguno, sin tropiezos ni cataclismos, pero no por ello dejan de ser animales despreciables.

Como tan bien lo decía el Tao Te Ching de Lao Tsé hace 2.500 años, “ni el Cielo ni la Tierra
muestran benevolencia, tratan a las cosas del mundo como si fueran perros de paja” –es decir, cual figuras de poco valor hechas exclusivamente para ser quemadas en las fiestas chinas ancestrales. Y es precisamente por eso, porque la Naturaleza no tiene un “sentido de justicia”, que la búsqueda humana de la justicia es un fenómeno extraordinario, atípico en la historia de la vida. Sentimos y buscamos un valor trascendental que no hemos visto en el accionar de la Naturaleza, misma que se mueve por mecanismos violentos que oscilan entre la lucha y la huida en un caiga quien caiga ínsitamente cruel y despiadado, excepción hecha de los mamíferos superiores. Es desde ese punto pequeñísimo de la existencia humana, casi
inexistente en el planeta Tierra, de donde surgen valores y principios que, más que sostener la supervivencia de la especie, la proyectan, la elevan a niveles trascendentales cuyo destino y consecuencia son aún difíciles de predecir.

La libertad, en particular, es una idea utópica que solo un animal fantástico como el hombre,
con una cierta conciencia de sí y de los demás, es capaz de concebir como modelo de acción e interacción. Los millones de especies que constituyen los Reinos vegetal y animal
sencillamente van del nacimiento a la tumba guiados por las leyes naturales que las regulan.
Sus márgenes de libertad son minúsculos o inexistentes: la abeja elige ésta flor o aquella para sacar su polen, el rinoceronte se refresca en el fango girando su prehistórica anatomía a la derecha o a la izquierda, el tiburón acecha al cardumen desde arriba o desde abajo. Ninguno escapa de su hábitat, ninguno va más allá de su territorio ni de sus instintos. Es el ser humano, con su novedoso desarrollo neocórtico, el que logra un margen de libertad y movimiento inconcebible para el resto de las especies.

Pero antes de que el lector se ponga demasiado contento por su redescubierta libertad, debo
decirle que ella es absolutamente condicional. Así como la jirafa no come más arriba de lo que le permite su pescuezo ni el pájaro vuela más alto que la potencia de sus alas, el ser humano no va más allá de su capacidad intelectual y emocional, del impacto formativo (y deformante) que han causado en él su familia de origen, su cultura, sus experiencias infantiles, su acceso a la educación, los medios “informativos”, su nivel de alimentación y su salud, por mencionar sólo algunas de las variables que condicionan y modelan la personalidad. Así, las llamadas “libertad de acción” de “palabra” y de “pensamiento”, existen en una franja existencial tan delgada que las transforma en objetos curiosos, en elementos raros de la Tabla Periódica, en preciosidades del intelecto humano que requieren ingentes esfuerzos para no sucumbir en el vacío de lo que no es, para no quedar degradadas por la acción corrosiva de ideologías y postulados políticos, religiosos o mediáticos que en lugar de engrandecer los valores humanos lo que pretenden es desarticularlos y cercenar la escasa libertad de cada uno.

Y eso que aún no he hablado del efecto del prójimo sobre las libertades que uno tiene a bien
querer. Por ejemplo, tantas veces no se trata de decir lo que uno quiere sino lo que es
pertinente, lo que refleja también la necesidad del otro, su existencia en el diálogo, el uso de la palabra no solo para reflejar lo que un piensa y siente libremente (y condicionadamente), sino además generar los puentes y caminos necesarios para construir, con y hacia el otro, una interacción positiva y adecuada. La libertad de acción asimismo supone un reconocimiento del otro, con todos sus derechos y necesidades; supone ejercer el necesario autocontrol para que todos seamos co-creadores de una sociedad con-viviente y en lo posible armónica. La libertad de acción que lastima al prójimo, que es ciega de la voluntad de las mayorías, que se jacta de ignorar a quienes dicha acción producirá efectos negativos, aún nefastos, no puede llamarse tal. Lejos de ser un derecho, la acción que termina acorralando al prójimo no se llama libertad. Se llama sometimiento. Manipulación. Prepotencia. Y los que la emplean de esa manera tan horrenda no se llaman libertarios sino déspotas, sea –dilecta amiga mía- que las garras de la imperfecta justicia humana los atrapen o no.

En síntesis, amigos lectores y amigos que propusieron tan hondos temas, el ejercicio de la
libertad está condicionado por tantas variables que se transforma en un recurso escaso, en una veta aurífera, en un hilo de agua en un desierto de restricciones. Por eso es tan valiosa, tan perecedera. Finalmente debo decir que las sociedades se organizan y afianzan no solo en base a libertades sino también, y más profundamente, con el ejercicio constante de la justicia, la cooperación y el acatamiento de la ley cuando ésta es justa y democrática. Desde el punto de vista psicológico, aunque suene feo, se trata de ejercitar la represión: la represión de las pulsiones agresivas, la represión de egocentrismos deformantes, la represión de palabras y acciones cuando éstas lesionan la armonía, la paz o el bien común.

*Juan Carlos Dumas es psicoterapeuta, escritor y profesor universitario de la Long Island University.
Consultor en Salud Mental para la Secretaría de Salud y Servicios Humanos, preside el Comité de
Asesoramiento en Salud de North Manhattan, y el Centro Hispano de Salud Mental en Jackson Heights,
Queens.